Para la mamá de un bebé, que no nació.

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Entramos a la clínica de la doctora para el chequeo mensual de rutina de nuestro segundo bebé. Estábamos en la semana doce, la doctora empezó con el ultrasonido y luego dijo lo que ningún padre quiere, ni espera escuchar: “el embarazo se detuvo”. Al principio no entendimos a qué se refería y le dije: “Qué significa, el bebé está bien?”. “No”, contestó… y luego de manera muy amable nos explicó lo que había pasado y a lo que nos enfrentábamos…

Un par de semanas atrás, empecé a sentir que me invadía una gran tristeza. Honestamente creí que era la común mezcla de emociones del embarazo, en que el mismo día podemos sentir alegría, tristeza y enojo. Además de las nauseas y el sueño, esta tristeza no me parecía normal. En este tiempo no quise hacer lo que siempre disfruto, como: leer, ver una buena serie con mi esposo o incluso cuidar todo el día a nuestra hija de dos años. En esa última cita, se lo comentamos a la doctora y nos dijo que esa tristeza es algo muy común en las mamás que pierden a un bebé en el vientre… y providencialmente, ese fue el tiempo en el que el corazón de nuestro bebecito dejó de latir.

Perder a un bebé es un profundo sufrimiento, pero la verdad es un sufrimiento extraño. Es ver destrozada esa ilusión de haber compartido la hermosa noticia con la familia y amigos. Es hacer luto, llorar, extrañar, detener planes y acomodar expectativas. Es pensar en todos los “hubiera”, estar pendiente de fechas que serían especiales y finalmente ver cómo las personas alrededor suelen superarlo rápidamente mientras nosotros siempre lo tenemos presente.

En momentos de quietud, realmente es fácil hablar del amor de Dios, de su soberanía y de sus planes buenos para nosotros (Romanos 8:28), pero es cuando las circunstancias se tornan turbulentas que debemos recordar estas verdades reveladas en Su Palabra. El Señor es inmutable y su fidelidad nunca cambia, incluso en la sala de un hospital llorando por el bebé que esperábamos, y no nació.

Esta dura experiencia me hizo reflexionar en tres cosas puntuales que quisiera compartir no solo con la mamá que se identifica con esta historia, ni con los padres que han sufrido una pérdida varias veces… sino, también con sus familiares, sus amigos e incluso con las parejas que aún no tienen hijos. 

1.    Si la vida empieza desde la concepción, puedo ser vulnerable con los demás.

“Los hijos son un regalo del Señor; son una recompensa de su parte. Los hijos que le nacen a un hombre joven son como flechas en manos de un guerrero. ¡Qué feliz es el hombre que tiene su aljaba llena de ellos! No pasará vergüenza cuando enfrente a sus acusadores en las puertas de la ciudad.” Salmo 127:3-5

¿Cuántas veces no escuchamos que es mejor esperar las doce semanas para contarle a todos que estamos esperando un bebé? Nosotros lo hicimos con nuestra hija mayor, pero con el segundo bebé lo contamos mucho antes. ¡Y qué gran alivio! Compartir nuestra alegría, pero luego también nuestra profunda tristeza fue verdaderamente reconfortante. Las oraciones, detalles y apoyo de quienes amamos, nos sostuvieron en todo el proceso. Habría sido mucho más difícil pasar por esto solos.

Dios nos llama a vivir en comunidad, eso significa tener relaciones saludables, íntimas, cercanas, transparentes, en las que podamos encontrar refugio y nos muestren a Cristo. Pero esto requiere de una clave: ser vulnerables. Si no estamos dispuestos a amar, pero también a salir lastimados por compartir nuestro corazón, no podremos funcionar realmente como un cuerpo. Eclesiastés 4:9-12 dice:

“Es mejor ser dos que uno, porque ambos pueden ayudarse mutuamente a lograr el éxito. Si uno cae, el otro puede darle la mano y ayudarle; pero el que cae y está solo, ese sí que está en problemas. Del mismo modo, si dos personas se recuestan juntas, pueden brindarse calor mutuamente; pero ¿cómo hace uno solo para entrar en calor? Alguien que está solo puede ser atacado y vencido, pero si son dos, se ponen de espalda con espalda y vencen; mejor todavía si son tres, porque una cuerda triple no se corta fácilmente.”

2.    Mi identidad está en Cristo, no en la maternidad.

Que afirmación tan contracultural pero tan cierta. Con esto no quiero minimizar el gran gozo que trae un hijo a la familia. Sin duda, es de las cosas más bellas que he experimentado en mi vida. Sin embargo, que fácil llegamos a perdernos al poner a nuestros hijos en altares, en el centro del universo y como dice Kevin DeYoung en su libro “Súper Ocupados”, hacer una “Kindergarquía” en casa.

Como cristianos, es importante recordar nuestra verdadera identidad especialmente al experimentar momentos difíciles en nuestro matrimonio. Si ponemos nuestra esperanza en la maternidad y, nunca llega la prueba de embarazo positiva, tengamos pérdidas, no tengamos al bebé en el momento que deseábamos, no tengamos el número de hijos que planeábamos … y un sinnumero de situaciones que no terminan como esperábamos, nuestro corazón puede derrumbarse.

Si como dice Paul Tripp, “somos adoradores por naturaleza, siempre adoraremos algo o a alguien”, será muy fácil desviar nuestros ojos del Señor y de nuestra verdadera identidad y propósito. Por eso debemos recordar Gálatas 2:20:

“Mi antiguo yo ha sido crucificado con Cristo. Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Así que vivo en este cuerpo terrenal confiando en el Hijo de Dios, quien me amó y se entregó a sí mismo por mí.”

 3.    Dios es Dios, bueno, soberano y siempre fiel.

“¡Claro, eso ya lo sé!” pienso al leer esta oración... Pero esto resonó en mi cabeza esos días de tanto sufrimiento y tristeza. Recientemente comprendí lo que implicaba la soberanía de Dios, que Él está en control y no yo. Que Él hace como le place y todo es para Su gloria.

“Nuestro Dios está en los cielos y hace lo que le place.” Salmos 115:3

“¡Que todo el honor y toda la gloria sean para Dios por siempre y para siempre! Él es el Rey eterno, el invisible que nunca muere; solamente él es Dios. Amén.” 1 Timoteo 1:17

Él es un Dios fiel, que a pesar de que orábamos por nuestro bebé todos los días, falleció antes de poder abrazarlo y besarlo. Es un Dios bueno, aunque nos hizo pasar en valle de sombra y muerte (Salmo 23), pues nunca nos abandonó. Es un Dios soberano porque, como autor y dador de la vida, tiene un propósito en rendir mi corazón a Sus planes, a abrazar la maternidad desde el momento que supe que estaba embarazada y; en poner en nosotras las madres, la virtud que viene de Él, de proteger y cuidar a nuestros hijos hasta el final…

En un chequeo posterior a todo este proceso, la doctora me dijo: “Sabés… lo primero que me dijiste al salir de la anestesia (aún medio dormida) fue: -¿Y usted pudo ver al bebé?-”…

Me estremeció la ternura al pensar que, así es el Señor con nosotros ya que nos ama desde antes de nacer y nos cuida y sostiene hasta el final de nuestro días.

Mariam Maldonado de Barillas

Esposa, mamá y politóloga. Tiene estudios en teología en el Seminario Teológico Bautista del Sur. Actualmente sirve como Presidente de ADEPRIC.

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